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Una resurrección

Soy el menor de dos hermanos. Juan Manuel, mi hermano mayor, fue el principal motivo por el cual mis papás se casaron, pero a los cinco meses de gestación en el vientre de mi madre, por una extraña enfermedad, se adelantó, nació y pocas horas después, falleció. Pero como nosotros los cristianos católicos no creemos en la muerte sino en la vida, sigo siendo el menor de dos hermanos, sólo que he vivido como hijo único y algún día conoceré a mi hermano -espero que no sea muy pronto-.

Como te imaginarás, el golpe por la pérdida de mi hermano fue bastante fuerte para mis jóvenes papás: 18 años tenía mi madre, y 24 mi padre. A pesar de todo eso, se repusieron y un año más tarde volvieron a quedar embarazados y con gran ilusión querían tener un hijo dulce, tierno, inteligente, sensible, amoroso, y… ¡Nací yo! Es decir, que sus expectativas fueron ampliamente superadas, como salta a la vista. (Broma).

Cuando tenía nueve meses, mis papás tuvieron una discusión en la que decidieron que no iban a seguir juntos y que tenían que definir qué hacer con su pequeño hijo; acordaron que me mandarían a casa de mis abuelos paternos; allí estuve poco tiempo, al cabo del cual me llevaron a casa de mis abuelos maternos en donde, además de ellos dos, vivían los cuatro hermanos menores de mi mamá. Allí mis abuelos me acogieron, me recbieron y me criaron como a un hijo más.

En ese tiempo de mi primera infancia veía esporádicamente a mi papá y los fines de semana, a mi mamá, pero pasé la mayor cantidad de tiempo con mis tíos y abuelos. Pronto se empezó a generar una sensación profunda en mi corazón: empecé a pensar que un buen regalo, algo valioso e importante, se guardaba y se cuidaba con esmero, pero lo que no era tan apreciado o de poco valor se dejaba por ahí. Este razonamiento me fue dañando el alma porque empecé a convencerme de que yo no era ni importante ni valioso, ya que mis padres, en vez de guardarme y tenerme con ellos, me mandaron a vivir en otra casa y con otras personas.

Estos sentimientos fueron convirtiéndome en un niño, -y posteriormente, en un adolescente- hosco, solitario, introvertido, malgeniado, lleno de odios y resentimientos hacia mis papás, hacia Dios y, por supuesto, conmigo mismo también. Mis relaciones interpersonales se convirtieron en un constante tratar de agradar a todos y “caer bien” haciendo lo que los demás quisieran que yo hiciera, con tal de ser recibido, aprobado y tenido en cuenta en los pocos espacios que tenía fuera de casa (colegio, barrio o equipos deportivos).

Así pasaron los primeros trece años de mi vida, en donde cada vez crecían más los miedos, las inseguridades, el dolor, el rencor y una gran tristeza que parecía que fueran “las gafas” a través de las cuales veía a los que me rodeaban, mis circunstancias y, en fin, todo mi entorno.

Fue así cuando el sábado 21 de noviembre de 1987 como a las ocho de la noche recibí una llamada telefónica. Era mi tío, el hermano menor de mi mamá, que me animaba a ir al día siguiente a un “paseo”.

Busqué mil maneras para evadir esa invitación y quitarme de encima a mi tío que insistía en que lo acompañara a su paseo; para “escapar” le pregunté, finalmente, que si a ese plan iban a ir muchachas. Mi tío rápidamente dijo “por supuesto que sí, a lo cual yo inmediatamente le dije “¿a qué hora me recoges?”.

El “paseo” era en una isla que quedaba dentro del gran lago que hay en un importante parque de Bogotá. Estacionamos el carro y caminamos por el pasto hasta que llegamos a una delgada tabla como de siete metros de largo por la cual entramos a ese lugar. Cuando entramos a aquella isla vimos a unas diez personas que estaban allí y, con una gran sonrisa, beso y abrazo, se acercaban a saludar a mi tío, y él les decía con mucho énfasis “este es mi sobrino, Pacho” y cada una de esas personas me abrazaban a mí también. Pensé: qué tipo de gente era esa que abrazaba a un muchacho de trece años con el pelo largo, un poco rapado en un lado de la cabeza, con un zapato deportivo de un color y otro de otro, con chaqueta larga hasta los tobillos y accesorios particulares…

Unos minutos después, una de las jóvenes del paseo sacó la guitarra y empezaron a palmotear y a cantar los grandes hits de la época:

“Alabaré…”, “No hay Dios tan grande como Tú…”, etc. Yo miraba con los ojos desorbitados aquella escena y pensaba que el pobre de mi tío estaba tan mal, tan confundido en su vida, que se había metido en alguna secta y quería involucrarme. Una vez terminaron de cantar esas canciones alegres se sentaron –y yo también-, y cantaron canciones más lentas y suaves en un ambiente de meditación. Todos estaban con los ojos cerrados, concentrados en eso, mientras que yo, con un ojo abierto y el otro cerrado, esperaba que todos estuvieran metidos en lo suyo para salir de ahí.

Efectivamente, me levanté y salí caminando lentamente para que nadie se diera cuenta y empecé a andar y a andar y seguí andando por la orilla de la isla, hasta que como cuarenta y cinco minutos después regresé a donde estaban todos porque, -aunque no me creas-, ¡No pude encontrar la bendita tabla que había cruzado para poder salir de esa isla! Así que tuve que quedarme en lo que realmente era una convivencia -no un paseo- del grupo de oración al que mi tío había entrado un mes atrás. ¡Ese día fui atrapado por Dios!

Tengo muy presentes todos estos recuerdos, porque ese día mi vida se partió para siempre en dos. Fue el domingo 22 de noviembre 1987 cuando, con abrazos, besos, canciones, las oraciones, el compartir la comida, la lectura de la Biblia y tanto cariño, me dijeron que yo era hechura de Dios, que yo no era un accidente, que era valioso, que Dios no hacía basura, que aunque mis papás se olvidaran o se alejaran de mí, Dios nunca lo iba a hacer; me hicieron saber que está escrito que Dios me tiene tatuado en sus manos y que siempre tiene presentes mis murallas, que Él me cuida y me sostiene.

Esa fue la cuota inicial de la nueva mirada que tuve sobre mí mismo y sobre mi historia; después de ese día, mi vida nunca más volvió a ser la misma, cayeron unas como escamas de mis ojos y empecé a salir del abismo en el que me encontraba.

Espero que esto que te he contado de lo que viví en el comienzo de este camino te sirva, de alguna manera, para entender que eres creatura de Dios, que el cincel con el que tallaron tus huesos fue el amor, que no importa las circunstancias por las cuales fuiste concebido o dónde naciste; no fuiste hecho para la tristeza, la depresión o el sinsentido, porque Dios te soñó y te tejió en el vientre de tu madre y te va a seguir sosteniendo y animando hasta cuando seas viejo y tengas canas.

Es urgente que a través tuyo, de la resignificación de tu historia, de tu manera de verte a ti mismo y a los que te rodean, seas portador de esperanza y de una nueva comprensión de la realidad para los que están cerquita tuyo y anhelan que alguien les ayude a recomenzar en la vida.

¡Ánimo!