6. Levántate

¡Levántate, toma tu camilla y anda!

Recuerdo el caso de una señora como de sesenta y tantos años de edad, muy elegante, que estaba en una silla de ruedas, a la que conocí predicando un congreso de sanación en Los Ángeles, California. Sus hijos se enteraron del congreso y la llevaron y la pusieron en la fila donde yo estaba escuchando, conversando y orando por la gente que se acercaba, mientras el sacerdote que estaba invitado junto conmigo a animar el encuentro estaba predicando.

Cuando ya casi llegaba el momento de escucharla, le pedí que me esperara un momento mientras yo iba a buscar agua. Cuando ya regresaba hacia donde la señora que me esperaba, sentí una voz que en mi interior me dijo “Pregúntale si se quiere sanar”; yo pensé que algo me había caído mal en el almuerzo, “estoy oyendo voces”, pensé, debe ser que estoy un poco cansado… y seguí caminando hacia la señora; a los pocos metros volví a `escuchar´ esa misma voz que me insistía en que le preguntara a la doña si ella de verdad quería ser sanada; yo me detuve, le sonreí un poco a la mujer que me miraba a la distancia esperando que yo regresara rápidamente, y le dije a Dios algo como “¡Señor, esta mujer está en silla de ruedas, lleva esperando en la fila un montón de tiempo, está en un congreso de sanación, cómo le voy a preguntar si quiere que tú la sanes!”.

Inmediatamente, sentí un apremio de Dios a preguntarle eso a la señora y cuando ya llegué a mi asiento junto a ella le pregunté, en medio de mi malestar y angustia, si ella en verdad quería ser sana; inmediatamente escuchó mi pregunta, rompió en un profuso llanto; cuando se calmó me contó que ella había quedado viuda unos años atras, y que cuando llegó el momento de hacer el proceso de sucesión de los bienes de su difunto esposo tuvo un pleito terrible con sus hijos (los que la habían llevado hasta ese lugar y que miraban de lejos…), y que producto de esa querella judicial sus hijos la habían abandonado y no la llamaban ni visitaban nunca, no le permitían ver a sus nietos ni en cumpleaños, Navidad o Día de Acción de Gracias…

Ella siguió contándome que un día ella rodó por las escaleras de su casa y quedó tirada en el suelo sin poder moverse por casi veinticuatro horas al cabo de las cuales un vecino que pasaba por allí se asomó y la vio en el piso  y llamó a la policía, bomberos, ambulancia, etc., y la llevaron al hospital en donde le diagnosticaron un daño en su columna vertebral que le producía una parálisis irreversible de de la cintura hacia abajo. La señora continuó diciéndome que a partir de ese accidente sus hijos construyeron sus casas junto a la suya y se turnaban para estar con ella cada noche y su situación familiar se había arreglado por completo y que ahora, aunque no podía caminar, era feliz porque tenía su familia con ella día y noche.

Cuando terminó de contarme su historia me dijo “¿sabe qué, Pacho? Yo no quería venir a este congreso, pero mis hijos me trajeron y fueron ellos los que me pusieron en la fila para que usted orara por mí, pero la verdad es que yo no quiero que Dios me sane porque qué tal que si me sana yo vuelva a perder a mis hijos…”. Yo quedé mudo ante eso que me decía esta mujer, pero, al mismo tiempo, yo veía con “el rabito del ojo” a los hijos que se levantaban de las sillas esperando que yo orara por su mamá; entonces le dije: “pues señora, yo voy a orar por usted y lo que suceda es problema entre Dios y sumercé”, a lo cual ella de mala gana, levantando los hombros, aceptó.

Yo regresé a Colombia al día siguiente y no volví a saber nada de esa familia hasta más o menos dos años después que fui invitado de nuevo a predicar un congreso “de sanación” allá mismo, y cuál sería mi sorpresa que en el descanso del domingo en la mañana llegaron los hijos sin la mamá y me dijeron que querían hablar conmigo seriamente… Yo pasé saliva y pensé para mis adentros “¡se murió la vieja! ¡ayúdame, Dios mío! ¿Qué les voy a decir?”.

Para mi asombro me dijeron que la mamá venía en camino y que quería mostrarme algo… Así que a la hora del almuerzo ellos mismos me buscaron y me llevaron a un lugar fuera del auditorio y cuando llego a ese lugar me encuentro a la mamá ¡CAMINANDO! y ella me abraza con mucha emoción. Me dijo que a las pocas semanas de haber terminado el congreso ella empezó a recobrar las fuerzas en sus piernas y con un proceso de rehabilitación física ahora trotaba y hacía gimnasia. La verdad es que yo me alegré muchísimo.

La señora me mostró las radiografías de antes y después del congreso y el resultado era una sanación que los médicos decían que no tenían explicación científica para eso. Sin duda fue gracias al poder de Dios. Cuando me abrazó me dijo: “Pacho, esto no es lo más importante, lo más grande es lo que te quiero mostrar…”, y abriendo una puerta que daba a un pequeño salón me encuentro como con 150 personas uniformadas que aplaudieron con mucho gozo; inmediatamente le pregunté que quiénes eran esas personas y me dijo que era el grupo de oración que ella y sus hijos habían creado después de los resultados de sus exámenes y que ahora se reunían semanalmente en el salón parroquial de la Iglesia del sector donde ellos vivían.

Esta historia me hace pensar en la escena que narra el evangelio de san Juan en los primeros versos del capítulo 5, cuando Jesús se encontró con un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo y al restaurarlo por completo le dice: “Levántate, toma tu camilla y anda”.

Es hermoso ver que cuando un ser humano, como la protagonista de la historia que te conté, le da la oportunidad a Dios de que la sane integralmente y le dé las fuerzas para volver a empezar, entonces Él le dice que se levante, es decir, la resucita, la rescata de las muertes que ha estado experimentando y de esa manera cambia su manera de verse, de ver a Dios, de ver su realidad y de ver a los que la rodean.

El Señor le dice que tome su camilla, o sea, que no se avergüence de su historia, que la abrace, por más dolorosa que haya sido y que la convierta en “el estandarte” para mostrar lo que era y lo que ahora es.

Pero, además el Maestro le dice finalmente que empiece a andar con autonomía, con decisión, con la claridad que antes no tenía y con la fuerza que los nuevos comienzos demandan.

En esta cuaresma el Amado quiere restaurarte, capacitarte para que des pasos por tus propios medios, movido por su Palabra y especialmente que haciendo eso te conviertas en signo de la presencia de Dios que quiere llevarte a un nuevo nivel como persona y como testigo de su amor.

Te mando un gran abazo.

Pacho Bermeo

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Analfabetismo emocional

Cuando yo vivía con mis abuelos y mis tíos maternos, sentarse a almorzar parecía casi un ritual en donde cada uno tenía su puesto fijo en la mesa, se comenzaba a comer a una hora exacta con mucha exactitud, todos comíamos lo que había y nadie pedía “a la carta”,  ya que mi abuelo era un hombre serio, estricto y un poco rígido.

Recuerdo que en una ocasión, ya sentados en la mesa para un almuerzo, mi tía -la menor de las hijas de mis abuelos-, llegó unos minutos tarde; saludó, y le dio un beso en la frente a mi abuelo; él, sin mirarla, siguió comiendo… Yo tenía siete u ocho años y al ver eso, con “la prudencia” propia de un niño, le digo a mi abuelo, delante de todos: “¿abuelito, sumercé por qué no da besos ni abrazos ni caricias?” a lo que él respondió rápidamente “porque eso no sirve para nada”. Te imaginarás el silencio de funeral que irrumpió en ese almuerzo, convirtiéndolo en el más rápido de la historia…

Años después, cuando fui creciendo, traté de comprender por qué mi abuelo era así de hosco y de huraño. Entendí que quedó huérfano de madre siendo un pequeño niño en el campo y, por ser el único varón en medio de sus cinco hermanas, tuvo que hacerse cargo de sacarlas a ellas adelante, privándose de muchas cosas y teniendo que convertirse en un adulto sin haber sido un niño, un adolescente o un joven “normal”.

Más o menos veinte años después de la escena del almuerzo que te he contado, un domingo por la tarde, mi tía, la misma de aquel episodio, llegó a visitar a mi abuelo, que estaba reducido a una silla en su habitación después de haber pasado por un par de cirugías de corazón, sufriendo los dolores de una osteoporosis que le había pulverizado varias costillas y ahora permanecía conectado casi veinte horas diarias a una máquina que producía oxígeno.

Como a las 6 p.m. mi tía se despide porque va a regresar a su casa, entonces, le dan un beso a mi abuela y desde el umbral de la puerta con la mano se despiden de mi abuelo; pero él, sacando una mano de debajo de su ruana se quita la máscara de oxígeno y le dice a ella “Mija, ¿y mi beso?”.

Recuerdo ese día como si acabara de suceder… Ella se devuelve, le da un beso y se va. Cuando quedamos mi abuelo y yo solos, aproveché para conversar con él y le recordé la escena de aquel almuerzo veinte años atrás.

Cuando le pregunté acerca de qué era lo que había cambiado desde aquella vez en que me respondió que “eso no servía para nada” hasta ese momento, me dijo lo siguiente: “Mijo, tengo que estar reducido en esta silla, sin poder moverme por mí mismo, respirando este oxígeno, con estos dolores infernales, para darme cuenta de que la plata en el banco, la finca, los viajes, y el prestigio que he tenido en mi profesión, no se comparan con un beso de mis hijos y mis nietos para entender lo que de verdad vale en la vida”.

Ese día comprendí un poco mejor, que el mandato que Jesús nos dejó en el evangelio de san Juan fue: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros” (Cf. Jn 13,34).

Mi abuelo entendió, en medio de muchos dolores, medicamentos y limitaciones físicas que había invertido su vida en conseguir títulos profesionales y especializaciones, dinero, bienes materiales, viajes y muchas cosas que, después de haberlas disfrutado honesta y sanamente, no eran lo esencial que le daba sentido a la existencia.

Sin lugar a dudas, hoy tengo la certeza de que mi abuelo, al igual que muchísima gente que he conocido a lo largo de mi vida, sufrió durante buena parte de su historia de una terrible enfermedad, que es más dolorosa que todo lo que él padeció al final de su camino: analfabetismo emocional. Él había garantizado el sustento material para toda su familia, estabilidad económica para su esposa, estudio para sus hijos, etc., pero, al final de sus días se dio cuenta de que eso había estado bien, pero no era tan importante como el beso, el abrazo y el amor de quienes lo rodeaban.

Deseo que revises si tú también estás padeciendo de esta triste y común enfermedad, es decir, si no sabes expresar el amor y el cariño a los que te rodean, y si es así, ojalá no te permitas llegar a situaciones límite de enfermedad o algún accidente que te lleven, ahí sí, a redireccionar tu manera de relacionarte con los que están a tu alrededor.

Conozco muchos casos de personas que perdieron a seres queridos en este tiempo de pandemia o por algún accidente y que se han quedado con el dolor y el remordimiento de no haberles pedido perdón o decirles cuánto los amaban. Creo que puedes aprovechar el milagro de estar viv@ para acercarte, superar la vergüenza y expresar lo que sientes en tu corazón hacia aquellos que están a la distancia de una llamada.

El mandamiento de Jesús es amar; y eso se debe traducir en acciones concretas que evidencien el amor que seguramente sientes por los de tu entorno, pero ahora hay que manifestarlo con palabras y gestos concretos. Es hora de volver al beso, al abrazo, a la caricia, a mirar a los ojos, a decir TE AMO, porque no basta con decir “Te quiero”. Es tiempo de amar como el otro necesita ser amado y no solamente como a cada uno le de la gana de  hacerlo.

No olvides lo que dice 1Jn 4,20 que si alguno dice que ama a Dios a quien no ve y no ama al ser humano al que sí ve, es un mentiroso… Dejemos de vivir como mentirosos que aparecemos como personas piadosas y religiosas porque asistimos a infinidad de celebraciones sacramentales, espirituales y reuniones comunitarias, pero en la vida diaria actuamos como ateos prácticos, en donde somos hábiles para las acciones de fe o de culto, pero incapaces de ser mejores seres humanos a la manera de Jesús.

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Ábrete confiadamente

En estas últimas décadas se ha puesto de moda hablar de liderazgo… Se ofrecen cursos, se dictan conferencias, por todas partes aparecen “expertos” que tienen las claves y los tips más novedosos que van a hacer que todos los que accedan a esos “secretos” ejerzan una influencia significativa en los que los rodean y así se convertirán en grandes líderes.

Yo no soy un experto ni pretendo serlo, pero quiero compartir contigo en este podcast semanal algunas de las herramientas que a lo largo de estos más de treinta años he ido aprendiendo del Único Maestro que enseñó -y sigue enseñando-, que el verdadero liderazgo se llama SERVICIO y que no hay mayor influencia que la de alguien que contagia de esperanza, atendiendo, cuidando y amando a los que lo rodean entregándoles generosamente su propia vida.

Como te digo en el video de bienvenida, esta sección se llama EFFATÁ, que es una palabra aramea cuyo significado podríamos traducirlo por “Ábrete” y hazlo confiadamente… Eso fue lo que Jesús le dijo al tocar íntimamente la vida del hombre enfermo de sordera y que tartamudeaba en el capítulo 7 del evangelio según Marcos. Por supuesto que ese ser humano después de ese encuentro poderoso con el Amado, fue sanado en todo su ser y empezó a hablar correctamente.

Ojalá a través de lo que con sencillez compartiré contigo en esta sección seas tocad@ y capacitad@ por el Señor para servir (¿iderar?) a su manera a los que más lo necesitan, es decir, a sus preferidos.